Tlacotalpan II Veracruz no es un estado de México, Veracruz es un estado del alma que se le cuela a uno lento en cada inspiración de aire húmedo y caliente exhalado por su tierra, lánguida y exuberante. Aire en el que se condensan el aroma del café de sus montañas, perfumes de maderas, dulzor de mangos maduros y el olor de los cañaverales; que porta brisa marina, risa pícara, cadencia de olas y notas de sus sones. Veracruz es un estar presto a dejar escapar a los granos de arena de la esclavitud a la que los mantiene sometidos dentro de un reloj el tiempo, y dejar que noche y día fluyan como se suceden las mareas. Es dejar que en las pupilas brille el reflejo de los luceros mientras la mente divaga buscando el verso perfecto. Es transpirar mar interno y sincopar los deseos. Es caminar sin prisa y sentarse a tomar el fresco. Es ensuciarse los dedos pelando camarones y dejar que escurra de la boca el jugo de la fruta. Es vibrar con abandono. Es el corazón que late ensanchado ante la naturaleza fecunda. De cómo se llega. El antiguo Camino Real que lleva de la ciudad de México a Veracruz y su puerto es un doble subibaja de montañas adornado con volcanes, espaciado y rematado por sendos e interminables caminos rectos. La suya es una ruta de ciudades coloniales. Primero se llega a la señorial Puebla. Luego, tras el velo de niebla que cubre las borrascosas cumbres veracruzanas, aparece en su valle, Orizaba. Seguidita está Córdoba con sus calles que parecen toboganes, fundada para que los intereses reales no se vieran más afectados por la rebelión del negro Gaspar Yanga, príncipe africano que acaudilló durante casi cuarenta años a los negros cimarrones escondidos en las montañas. Rebelión que concluyó cuando él y su lugarteniente angoleño negociaron con el virrey la libertad de los suyos y la fundación del primer pueblo libre de América por ahí de 1630, San Lorenzo de los Negros.Atrás queda la región montañosa. El olor dulce y pegajoso que se desprende de los cañaverales y su quema anuncia que nos adentramos en la de las Llanuras de Sotavento, bautizada así por marineros que reconocían la benevolencia de sus vientos. La región llanera abarca toda la costa desde el puerto de Veracruz hasta la sierra de Los Tuxtlas y se extiende tierra adentro hasta el sur de Tuxtepec, Oaxaca, siguiendo siempre la cuenca del caudaloso río Papaloapan. En ella se percibe claramente en la fisonomía de sus gentes, en su cultura y en el habla, la tercera raíz de nuestro mestizaje, la razón de que Veracruz sea así de singular en el contexto mexicano preponderantemente indohispánico: su ser Jarocho. Jarocho, explica Antonio García de León, es el nombre morisco que se dio específicamente a la mezcla de negro e india, pero que terminó por usarse para generalizar a los pobladores de la región sotaventina, « ... crisol de pobladores peninsulares, comunidades o repúblicas de indios nahuas y popolucas y mocambos de negros cimarrones, o de negros esclavos y libres » donde se amestizaban, entre el trapiche y la zafra, la sangre de estas tres etnias y la cultura española - ella tan sevillana. Antes de llegar a la ciudad de Veracruz, nos desvíamos hacia Paso del Toro - un alivio dejar la carísima autopista de peaje - para de ahí continuar nuestro camino hacia el puerto de Alvarado siguiendo la costa del Golfo. Este pintoresco puerto, rodeado de enormes dunas y enclavado a la mitad de una larga y angosta franja de tierra que separa el mar de la laguna costera, justo donde el Papaloapan desemboca formando una bahía - entre cuyos vestigios indígenas se encuentra un muro construido a manera de dique, alrededor de la laguna, hecho con valvas de ostión y arcilla - fue durante toda la época colonial víctima constante de los ataques de piratas por su tráfico - mercadeo y contrabandeo - no sólo de vino y mercaderías, sino sobre todo de ébanos, como se les llamaba a los esclavos negros tan necesarios para el obraje de los ingenios y otras industrias que desde el siglo XVI se emplazaron en las llanuras. Lo que pasó con su población a lo largo de la Colonia, ejemplifica muy bien el origen de los jarochos. Los conteos realizados por el Obispo Mota y Escobar, cuando en 1609 recorrió su obispado, dan cuenta de que son alrededor de una treintena de españoles los que pueblan Alvarado, pocos ya los indios que mal resisten el excesivo trabajo y peor aún las enfermedades arribadas de Europa; y muchos, muchos los negros. También dan cuenta de una población de pescadores griegos casados con negras asentada en la desembocadura del río Jamapa. Para mediados del XVIII, el conteo arroja que la población del puerto la siguen conformando un reducido número de españoles y una gran mayoría de zambos y mulatos: blancos, moriscos, prietos, pardos, lobos y alobados, que son las castas que sustituyeron a las antiguas con nombres tan simpáticos como ahí te estás y tente en el aire. En fin, Jarochos. Porque en Veracruz, a diferencia de en otras regiones de México, los africanos no se aislaron sino que por las vías del amor se perpetuaron e impactaron con sus aportes la cultura de la zona. Era ya de noche cuando llegamos a Alvarado así que no nos detuvimos a comer pescados y mariscos entre los barcos pesqueros anclados a la ribera para poder llegar todavía a tiempo, río arriba, a Tlacotalpan.

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